Arrojando el grave soñar en la llanura- Capítulo VI

lupa

ARGENTINA-

Por Carlos Valle-

El libro “Emancipación de la Religión”, de Carlos Valle, es publicado en sucesivas entregas por Prensa Ecuménica y ALC Noticias. Ya publicamos:

INTRODUCCIÓN- Emancipación de la religión

Los principios infalibles

El camino de la pregunta

El atajo de la duda

La senda inagotable de la libertad. Capítulo IV

Escuchando de nuevo- Capítulo V

“Más  Él hablaba del templo de su cuerpo” (S.Juan 11:21)

“Y tomé el libro de las manos del ángel y me lo comí” (Ap. 10:9,10)

 

Había un hombre que tenía una doctrina.

Una doctrina que llevaba en el pecho

(junto al pecho, no dentro del pecho),

una doctrina escrita que

guardaba en el bolsillo interno del chaleco.

Y la doctrina creció. Y tuvo que meterla en un arca, en un arca,

como la del Viejo Testamento.

Y el arca creció. Y tuvo que llevarla a una casa muy grande.

Entonces nació el templo.

Y el templo creció. Y se comió al arca, al hombre

y a la doctrina escrita

que guardaba en el bolsillo interno del chaleco.

Luego vino otro hombre que dijo:

El que tenga una doctrina que se la coma,

antes de que se la coma el templo;

que la vierta, que la disuelva en su sangre,

que la haga carne de su cuerpo…

 y que su cuerpo sea bolsillo,

arca y templo.                        León Felipe

 

Richard Holloway, quien fuera obispo de la Iglesia Episcopal Escocesa (l992-2000), fue desarrollando una posición teológica radical por la que llegó a describirse a sí mismo como un “postreligioso” (“after-religionist“) . En l999, escribió un libro titulado “Moralidad sin Dios: dejando fuera a la religión de la ética” (Godless Morality: Keeping Religion out of Ethics) donde rechazó el argumento de que sin religión la gente abandonaría la ética y que, sin Dios, no podría haber ninguna bondad humana.

Al mismo tiempo mostró una serie de buenas respuestas humanas que bien  configurarían una ética sin Dios o secular.

El libro fue bien recibido en la mayoría de los periódicos seculares pero desacreditado por la mayor parte de la crítica religiosa. Posteriormente, en 2004, en una segunda parte de aquel libro ahonda la idea de cómo tratar de entender qué significa una espiritualidad sin Dios en otra desafiante obra titulada “Mirando a la distancia” (Looking in the distance) título que toma de un poema de Vasilh Rozanov, que expresa la esencia del contenido del libro:

“Toda religión pasará, pero esto permanecerá: Simplemente sentado en una silla y mirando a la distancia”  (All religions will pass, but this will remain: simply sitting on a chair and looking in the distance.)

Holloway entiende que tradicionalmente la religión ha buscado preservar para sí la ética y la espiritualidad. Él ha procurado romper esa aducida exclusividad. De todas maneras, reconoce que “Lo que permanece es la innata compulsión de seguir indagando las preguntas que no tienen contestación sobre el significado de la vida. Y es el hecho de no tener contestación que torna las preguntas muy apremiantes.”

Tomando por asalto

Los caminos de la libertad se presentan como oportunidades que hay que tomar por asalto con la valentía de quien busca desembarazarse de todo dominio que lo impidiese. Las tradiciones que forman parte constitutiva de la cultura heredada llegan a ser un sello de la propia identidad como persona. ¿Cómo afrontar esa realidad? ¿Cómo valorarla? ¿Es posible, al menos, quebrar esa herencia? Cuando los tiempos de la duda se hacen presentes generalmente están acompañados por sentimientos de saturación de todos los preceptos, símbolos y rituales religiosos. Llega un momento en que se produce un vacío de significados y toda la cultura religiosa se convierte en un sin sentido.

Ingmar Bergman, el destacado director de cine sueco, lo plasmó en varias de sus obras cinematográficas, como por ejemplo,  Luz de invierno (1962).  El tratamiento del tema religioso le ha deparado más de un comentario crítico. Algunos ven al filme como una velada representación de la pasión de Cristo. Es la historia de un pastor que se está muriendo emocionalmente. Aquí se deja escucha la afirmación: “Dios es el amor y el amor es Dios”. Para comprender el sufrimiento que padece el pastor, a causa de la soledad y la muerte, Bergman deja que cada uno interprete, si el pastor es creyente, si es Dios el que habla o, si no, el que está callado. Por ese tiempo Bergman afirmaba convencido “Mis propias ideas religiosas estaban haciendo mutis por el foro.”

Luego, con El Silencio de Dios (1963) aparecen algunas de sus angustias, y su planteo llega a ser más complejo u oculto. La inquietante pregunta acerca de la muerte siempre está presente. No obstante, su miedo parece calmarse con la idea de que “lo que antes era tan aterrador y misterioso, lo que no es de este mundo, no existe. Todo es de este mundo. Todo está dentro de nosotros, ocurre dentro de nosotros y entramos y salimos unos de otros: es así. Y está muy bien.”

En sus memorias, Linterna Mágica, nos cuenta que “Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en las relaciones entre padres e hijos, y con Dios. Había en ello una lógica interna que nosotros aceptábamos y creíamos comprender.” Bergman vivió ese intenso pasado religioso, cargado de recuerdos y mandatos, que habrían de estar siempre presentes, recreando, sublimando, aborreciendo, quizás como una misteriosa e insistente pálida imagen de Dios.

¿Hay una crisis?

¿Es esta crisis existencial una realidad de nuestra sociedad presente? Los años de los conflictos intelectuales que giraban alrededor de filósofos como Jean Paul Sartre o Simone de Beavouir, la rebelión de los estudiantes franceses en Mayo del 68, la revolución cubana, Fidel Castro y el Che Guevara parecen que han quedado como estampas de un pasado olvidado.

La cultura de la posguerra que producía cambios drásticos en las sociedades europeas y del norte de América irrumpe en estas tierras como una novedad que inquieta el pensamiento sin responder directamente al trasfondo social. Se copian formas de vida, vestimenta, música que producen cambios pero lejos de  esa intensa y acuciante lucha personal. Esta mirada tiende a reflejar una cierta indiferencia,  una forma de apatía, porque se vive más el vacío del silencio. No hay confrontación, se han detenido los sentimientos y creencias recibidas dejando al ser humano sumido en la indiferencia religiosa. No hay lucha religiosa porque los mandatos de la cultura no azuzan a las decisiones de su vida. Así es posible ignorar esos mandatos porque la apelación religiosa se ha debilitado hasta tal punto que puede ser ignorada.

Se ha culpado al proceso de secularización que ha ido experimentando la sociedad como el factor que ha afectado y debilitado las creencias religiosas. Es posible que todos los cambios experimentados en el mundo hayan ido minando ciertas estructuras de la sociedad. La forma en que se han introducido en la vida social ha ido socavando el lugar que, por ejemplo, tenían las iglesias en la valoración social. Al mismo tiempo, debe reconocerse que muchas de las iglesias no respondieron con una renovada visión a los desafíos de los tiempos presentes. Su reclamo de autoridad e importancia en la vida de la comunidad toda pareció no tomar en cuenta esta realidad. En algunos casos, a lo sumo, trataron de asimilar estos cambios y reelaborarlos según viejos parámetros.

Los desencuentros con Dios

Indudablemente la crisis es mucho más grande que una simple puesta al día. Los planteos que desafían a la religión calan de raíz en la pesada carga dogmática del cristianismo que recae sobre la cultura de Occidente a la que le será difícil evitar enfrentarlos si es que reconoce la necesidad de encarar nuevos caminos de libertad.

Enfrentar esta situación es una faena que puede ser agobiante, cansadora y de pocos resultados que no muchos se animan a encarar, como si esa lucha, después de todo, no fuera la suya. Por eso quizás se sientan más identificados con José Saramago (1922-2010), el recordado escritor portugués, quien en su novela “Caín”,  cierra el relato, en el que Caín contempla la destrucción de la Torre de Babel con este comentario: “La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a él“. De esta manera estamos frente a un desencuentro que paraliza antes que desafía.

Se ha publicado que, cuando Saramago presentó por primera vez su libro en la ciudad de Penafiel, al norte de Portugal, tuvo fuertes críticas para con la Biblia “como un manual de malas costumbres”, puesto que está lleno de escenas de violencia, incesto y horrores y que “debería ser cuidadosamente escondida de las manos de los niños.” Es indudable que Saramago estaba haciendo una lectura sesgada de la Biblia y no exenta de cierto chisporroteo promocional. Si bien las historias a las que hace referencia están en la Biblia, y, mayormente, sus cruentos relatos destacan la responsabilidad final de Dios por esos hechos. Ya se ha mencionado que esas historias reflejan el estadio del pensamiento de una cultura que fue desarrollando ciertas imágenes de Dios, que son las imágenes que permanecieron en la Biblia. El problema al que apela Saramago es que esas historias como tales reflejan una aceptada imagen de Dios y, por eso, es mejor arrancarla de cuajo.

El camino sobre el cual transita Saramago parece ser el marcado por el existencialismo que ha rechazado el pensamiento metafísico y ha puesto su mira en la existencia humana. De allí su reacción contra la absolutización de la razón. Sus críticas sobre las realidades concretas de las miserias en el mundo hacen recordar los reclamos de Albert Camus, para quien el gran obstáculo para creer en Dios era el escándalo del mal, y el sufrimiento de los inocentes. Camus lo planteaba, más allá de lo que manifiesta Saramago, como una paradoja sin resolución: o bien no somos libres y Dios todopoderoso es responsable del mal, o bien somos libres y responsables pero Dios no es todopoderoso.

Saramago parecía estar viviéndolo como un proceso que no ha alcanzado ni solución ni fin. “Las cuentas con Dios no son definitivas, pero sí con los hombres que lo inventaron. Dios, el demonio, el bien, el mal, todo eso está en nuestra cabeza, no en el cielo o en el infierno, que también inventamos. No nos damos cuenta de que, habiendo inventado a Dios, inmediatamente nos esclavizamos a él.”

El rechazo que produce la religión

Aun reconociendo las debilidades de ciertas argumentaciones, tiene buena parte de razón  en rechazar con vehemencia la manifestación de la religión que, con su carga de condena eterna, atormenta a los fieles con indecibles sufrimientos, atemorizándolos con demonios que los asechan, y buscando controlar su pensamiento y su vida social y sexual.  Han sido muchas de estas cosas las que han hecho huir de la religión a quienes quieren conocer, juzgar, indagar, cuestionar, dudar,  por los caminos de la libertad.

Cuando Christopher Hitchens (1949-2011) -el lúcido escritor y mordaz crítico inglés-  supo que le quedaban pocos meses de vida decidió registrar el acelerado avance de su enfermedad que le iba poniendo límites insalvables a sus fuerzas y lo plasmó en su libro Mortalidad (Mortalitiy). Lo primero que hace es refutar la opinión de aquellos que creen que el cáncer está ejecutando “una consagrada misión del cielo”.  Alguien le escribe para que reconozca que su enfermedad es el resultado de haber usado su cuerpo para blasfemar, todo lo cual lo llevará al fuego del infierno donde será torturado para siempre. Hitchens, frente a su enfermedad terminal objeta esta dura afirmación dogmática que ha persistido por siglos, y pregunta con insistencia: ¿Quién puede estar seguro que conoce la mente de dios? ¿Creen quienes así pontifican que ese dios dañará también a sus hijos? Por otra parte, ¿olvidan que el cáncer se hace presente en santos y pecadores, creyentes y no creyentes? Indudablemente tiene razón en rechazar con vehemencia la manifestación de la religión que, con su carga de condena eterna, atormenta a los fieles con indecibles sufrimientos, atemorizándolos con demonios que los asechan, y buscando controlar su vida.

Sería muy difícil negar muchas de las actitudes religiosas que han marcado el derrotero de iglesias que con una prédica de juicio buscaron lograr la sumisión de la gente. Han sido muchas de estas cosas las que han hecho huir de la religión.

El poder  tiránico

¿Cómo es que la religión se ha personificado en una determinada estructura institucional que se considera representante directa de Dios con autoridad para regir la vida de los seres humanos y colocarse sobre la sociedad toda? En el desarrollo de las instituciones religiosas otros elementos fundamentales se cruzaron con las concepciones básicas. En algunos casos los fortalecieron, en otros los distorsionaron. En la historia del cristianismo, casi desde el comienzo, el estado jerárquico atribuido a los religiosos se puso de manifiesto. Las funciones de servicio dieron lugar a las funciones de autoridad. Todo lo cual revela una tradición de luchas de poder que, en cierto momento de la historia, alcanzaron dimensiones tiránicas.

Las autoridades religiosas decidían sobre la autoridad de los reyes o de quienes entendieran deberían asumir el poder político. La búsqueda de riqueza no ha estado ausente de todo este desarrollo. Por ejemplo, los reclamos de ofrendas por los servicios eclesiásticos, los impuestos que imponían, cubrían una muy variada lista, desde pecados hasta bendiciones matrimoniales. El corazón de lo que suponían comunicar de la fe estaba siendo oscurecido por la preponderancia de la estructura depositada en la jerarquía. Nada de ello fue entendido fuera de una piadosa convicción que así lo quiere Dios.

Ese poder, que bien puede corroborarse históricamente, no parece hoy ser ejercido en la misma medida. De todos modos, se pueden detectar señales que apuntan a indicar los sustentos de un poder que aún puja por ser reconocido, con las debilidades que los cambios políticos y sociales han producido en estructuras consideradas monolíticas. Hay fundamentos que no han llegado a ser cuestionados, a pesar de tener escaso o nulo soporte real. Hay cuestiones reforzadas por reiteradas argumentaciones y, en algunos casos, acrecentadas de retórica que las cubrieron de cualquier acoso. Muchas de estas situaciones lo que han producido es la aceptación acrítica para evitar cuestionamientos.

En las instituciones jerárquicas los cuestionamientos tienden a esfumarse y mucho más si se trata de planteos relacionado con la doctrina. Seguramente se podrían mencionar a muchos que, a lo largo de la historia, por cuestionar los fundamentos religiosos, fueron tildados de herejes y sufrieron persecución y muerte. Las Iglesias hoy parecieran no querer percatarse y recurren a penalidades más veladas, como limitaciones en el desarrollo del ministerio de los clérigos o la prohibición de la publicación de sus trabajos o  el ejercicio de la docencia. Es cierto que siglos atrás habrían recibido un trato cruel, hoy probablemente, el silencio y el desdén.

Los religiosos han gozado de una autoridad que han reclamado pero que también les ha sido reconocida. Aducir el origen divino de esa autoridad pone un halo de intocable a sus afirmaciones y a los mismos religiosos. Actualmente sería muy difícil mantener esa postura, especialmente por los malos ejemplos de muchos sacerdotes que han quebrantado tan inmaculada visión. De todas maneras  los religiosos mantienen como exclusivas áreas de la vida religiosa, por considerarse los únicos autorizados ya sea celebrar la liturgia, impartir el perdón  o interpretar la doctrina.

Los peligros de los credos

Es muy evidente que el desarrollo de la comprensión de la fe que, en muchos momentos se cristalizó en credos de diverso contenido, intentó evitar la desviación de la interpretación de la fe. Cuando las iglesias aceptaron un credo asimilaron un pensamiento religioso que tenía una historia, en buena medida cargada de simbolismos, que reclamaban desplazar una interpretación metafórica por la realidad. De manera que cualquier observación o cuestionamiento a su origen real fue condenado como herejía. Las palabras llegaron a tener una carga de realidad y de unívoca interpretación que impedía cualquier pregunta o discusión. Solo los expertos tenían la capacidad de explicar esos contenidos.

En la Iglesia Católica Romana se asumió que toda interpretación correspondía al “magisterio de la Iglesia”. Los reformadores protestantes reclamaron el reconocimiento del “sacerdocio universal de los creyentes” como el debido acceso libre a la Biblia y su interpretación. En las palabras de Martín Lutero: “Ten la seguridad, y que así lo reconozca cualquiera que considere que es cristiano que todos somos igualmente sacerdotes, es decir, que tenemos la misma potestad en la palabra y en cualquier sacramento.”

Estas dos posturas demandaban cierto grado de razón que muestran la fortaleza y la debilidad de esas posiciones. La necesidad de contar con la ayuda de personas que hayan estudiado los textos y puedan auxiliar a su comprensión tiene su validez. Al mismo tiempo, el libre acceso forma parte de la libertad para el desarrollo de las personas y no es posible ponerle límites.  La historia ha mostrado que, en un caso la interpretación se hizo más dogmática y limitada y, en el otro, la libertad de interpretación se fue condicionando mayormente a lo que proveían los dirigentes de las iglesias.

En este doble planteo de instrucción y libertad hay ciertos elementos de concepción teológica que mayormente han permanecido mientras que algunos otros se han ido acentuados. Se puede mencionar el tema de la culpa, el castigo, el cielo y el infierno, la necesidad del perdón y de, especialmente, un sacrificio vicario. Estos elementos que se presentan íntimamente relacionados describen la situación frente a la cual todo individuo se encuentra delante de Dios. De esta manera no hay una grieta por la que se pudiera observar si  es posible imaginar otra forma que tuviera el ser humano de comprenderse a sí mismo y comprender al mundo.

El reclamo de sacrificio

El tema del sacrificio parece una constante en la historia de la humanidad. La necesidad de responder a la ira de los dioses que, entre otras cosas, reclamaban sangre humana o de bestias. En Israel el derramamiento de sangre, se utilizaba como participación en la vida y no se indican motivos de venganza, porque la sangre es el principio de la vida y solo se podía derramar en el altar de Dios. Sacrificios y el rechazo a realizarlos se reitera en el Antiguo Testamento. Así ocurre en el llamativo relato de la orden de Dios a Abraham de sacrificar a su hijo Isaac, quien está dispuesto a llevarlo a cabo sin ningún cuestionamiento. En el momento de ejecutar la orden de Dios se le anuncia a Abraham que no lo haga porque con entera disposición ha demostrado ser fiel a Dios. Pero este relato no pone, como se ha interpretado, punto final a los sacrificios, porque súbitamente ha aparecido un carnero que Abraham “ofreció en holocausto en lugar de su hijo.” (Gen. 22:13)

En el Nuevo Testamento el sacrificio y la muerte de Cristo tienen fuertes ecos de ritos ancestrales, como la mención del “cuerpo que es partido” y “la sangre que es derramada” que se ejemplifica en el pan y el vino que se comparte en la comunidad. Rito que permanece en el culto de las iglesias aun cuando las interpretaciones del significado de ese ritual son variadas. Sin entrar a detallar las distintas posturas sobre lo que sucede en las celebraciones de la última cena de Jesús con sus discípulos, se indican, a modo de ejemplo, algunas de las más tradicionales.

La Iglesia Católica Romana afirma la transubstanciación, donde el pan y el vino se convierten realmente en el cuerpo de Cristo. Los luteranos, por su parte, hablan mayormente de consubstanciación, que describen como “la presencia real”, por la que Jesús se hace presente en la celebración de la cena. Mientras tanto, en las confesiones reformadas, desde el Catecismo de Heidelberg (1563), se refieren a una presencia espiritual. Juan Calvino lo explicaba con estas palabras: “Al igual que el pan alimenta nuestro cuerpo, el cuerpo de Cristo alimenta nuestras almas.” El reformador suizo Swinglio, en desacuerdo con Lutero y Calvino, sostiene que se trata de una conmemoración simbólica. Esta variedad de interpretaciones dan lugar a considerar la influencia de  elementos sobrenaturales en su comprensión.

El persistente símbolo de la cruz

El símbolo de la cruz, quizás el más dominante, solo comienza registrarse por el siglo segundo. A partir de allí su preponderancia se multiplica ya que no solo está presente y destacado en todo lugar de culto sino que se muestra en estandartes de ejércitos, como ornamento personal. Hay tradiciones que quieren preservar el cuerpo sangrante de Jesús clavado en la cruz y hay otras tradiciones que insisten en la cruz vacía como señal del Jesús resucitado. No hay otra expresión simbólica que ejemplifique tan claramente la muerte de Jesús.

Sin entrar a indagar sobre la interpretación del símbolo es indudable la influencia de ciertos  sacrificios rituales. Hay quienes entienden que la cruz de Jesús es un sacrificio por el que tenían que haber pasado todos los seres humanos. Es necesario sacar esa mancha de pecado que cubre de culpa a los seres humanos y, para ello, solo corresponde el sacrificio.  Es aquí donde Dios hace la substitución y manda al sacrificio a quien se denomina su propio hijo, Jesús. Quizás, lo más preocupante de esta interpretación es que sostiene la culpa humana como una mancha que es necesario limpiar con sacrificio, y la presencia del símbolo de la cruz es un recordatorio constante de que hubo quien pagó lo que le correspondía asumir a todos. Está interpretación de los relatos bíblicos describe los principales elementos de culpa, castigo, perdón y acceso o no al cielo o el infierno.

La necesidad de llevar a cabo esta purificación por el sacrificio ha sido una constante en la historia del cristianismo que pasando de una dimensión personal ha dado lugar al desarrollo de una concepción deshumanizante de la vida presente en la relación entre los pueblos. Se ha ido derivando la responsabilidad personal a un problema social que involucra a pueblos a quienes se consideran inferiores a los cuales es necesario cristianizar, no importa el camino, lo que ha permitido abrir la puerta a la justificación de  genocidios purificantes que se han registrado en la historia humana.

En Abril rojo, el joven escritor peruano Santiago Roncagliolo,  describe en su novela la trascendencia de los sacrificios conjugando situaciones que se sucedieron en su país con  posterioridad a la lucha contra Sendero Luminoso, en medio de la preparación y celebración de la Semana Santa. En un momento del relato el sacerdote del pueblo cree que “los indios son insondables. Por fuera cumplen los ritos que la religión les exige. Por dentro, sólo Dios sabe qué piensan.” Cuando el fiscal pregunta “¿Y entonces qué significado le atribuyen los campesinos a la Semana Santa?” El sacerdote responde que seguramente ha llegado a ser parte de su ciclo, el mito del eterno retorno. ”La tierra muere después de la cosecha y luego vuelve a nacer para la siembra. Sólo disfrazan a la Pachamama con el rostro de Cristo.” Pero los cristianos, explica el cura, “Celebramos la muerte de Cristo y la representamos para morir con él.” Y luego añade: “La celebramos porque no creemos en ella en realidad, porque la consideramos la transición hacia la vida eterna, una vida más real.”

Mientras tanto, la celebración de la Semana Santa se alimenta en la creencia de la transitoriedad de esta vida y en la esperanza de conseguir la vida eterna. Por lo tanto, el dolor que se recibe, pero también el dolor que se provoca, la sangre que se derrama, se justifican por esa purificación de un Cristo sangrante y doliente, el de las tétricas imágenes que recorren el pueblo atrayendo a turistas ávidos de emociones. Así, el sacerdote busca justificar los cuerpos incinerados de los terroristas en los sótanos de su iglesia cuyo secreto ha estado bien guardado en la comunidad. Bajo la  concepción autoritaria y dominante de la sociedad la persecución y la muerte se justifican en sí mismas. Por eso el comandante Carrión  considera que “Este lugar está condenado a bañarse en sangre y fuego para siempre”.

¿Un orden natural?

Buena parte de la descripción de esta manifestación religiosa está asentada en la concepción que hay un orden natural que se corresponde con un orden sobrenatural. Ambos órdenes son establecidos y comprendidos según una concepción teológica que los ha tornado en órdenes indiscutibles y determinan la comprensión de la vida y el mundo presente y el más allá. Se trata del reconocimiento de que en la naturaleza hay un orden, donde cada cosa pasa a ocupar el lugar que le corresponde. Se entiende que hay cierta correspondencia a lo largo del tiempo en esta visión filosófica y teológica. Daniel Herrera (UCA, sin fecha) en una larga exposición sobre el tema entiende que no se trata de inclinarse por un determinado modelo cosmológico, porque le corresponde a la ciencia su tratamiento. Diciendo esto, establece ciertos límites: “buscar y tratar de encontrar las respuestas a los interrogantes referidos a los procesos de producción de los fenómenos siempre y cuando se mantenga la debida compatibilidad con las verdades fundamentales de la filosofía y la teología.” Reafirmando indirectamente el orden natural y sobrenatural como un determinismo inamovible porque entiende que, en la búsqueda de un fundamento, el ser humano se enfrenta a dos posibilidades: “absolutismo del relativismo que lleva a la disolución y a la nada” o “en el único fundamento absoluto de todo lo que existe, de lo que el hombre (sic) es y de lo que debe ser: Dios (Creador y Redentor) que por el contrario nos lleva a la vida verdadera.”.

La inevitable apertura a las varias hipótesis que la ciencia ha ido concibiendo con el tiempo llega a ser algo imposible de desdeñar. Sin embargo, a esta aceptación de variadas y cambiantes concepciones de un modelo cosmológico, le establece sus límites, porque Herrera entiende que no pueden quebrar las leyes deterministas del orden natural. Esta afirmación dogmática refuerza las posturas más rígidas que impiden siquiera dudar o cuestionar el tan aceptado orden natural.

Es justamente dentro de este orden, que se atribuye la autoría a un Dios que determina la vida de los seres humanos, no todo aparece tan armónico y equilibrado. Los seres humanos se han manifestado por su deseo de posesión y dominio que, a lo largo del tiempo, han mostrado no tener límites. El Antiguo Testamento es una muy valiosa y rica herencia de honda reflexión y experiencia religiosa que también registra relatos de las cruentas luchas del pueblo hebreo por poseer la tierra aduciendo el mandato de Dios.

Argumentaciones similares aparecen en otros pueblos y, hasta el día de hoy, las incontables guerras que muchos pueblos han ido sufriendo y siguen sufriendo, desnudan la avidez sin límites que se disfrazan de luchas por la paz y la liberación. La posesión de los bienes no renovables como el petróleo exacerba la codicia de los pueblos más poderosos que, como dijera Richard Shaull, los lleva a la tentación de la idolatría y la explotación de los débiles que requiere sacrificios humanos. Lamentablemente, como dijera Luis N. Rivera “Fue la religión que intentó sacralizar el dominio político y la explotación económica.”

La presencia de la culpabilidad

Todo esto se expresa en un esquema donde domina la concepción de que al mundo usurpado por la codicia humana le corresponde aceptar la necesidad de castigo y perdón. Hay que restaurar la armonía que el orden natural manifiesta, para ello es necesaria la intermediación de un sacrificio vicario que, este caso, asume Dios mismo. La religión se convierte en el recordatorio presente y punzante de que el ser humano debía pagar pero Dios ha asumido el costo, por lo que debe producirse un acto de sumisión anhelante a fin de que la culminación concluya con la vida eterna en los cielos.

Sin embargo, esta no parece ser la postura de los países que se declaran mayormente cristianos porque las concepciones esclavistas que por años mantuvieran sumisos a muchos pueblos, sigue en pie con invasiones desmesuradas que desprecian la vida los seres humanos pretendiendo que, en el fondo, es una lucha de religiones y hay que aniquilar a quienes promueven las ideologías que se les oponen.

Si la religión necesita ser emancipada, se debe empezar por reconocer que, a la preponderancia de los poderosos y la complicidad de instituciones religiosas, van emergiendo en distintos círculos aquellos que han bregado y bregan por una liberación de la religión para abrirse al insondable mundo del misterio, donde la búsqueda siempre es una aventura comunitaria. La obra de los grandes creadores y buscadores de aire nuevo muchas veces está sembrada de innumerables tropiezos y dificultades. Cuánto más ponen al descubierto las injusticias que perciben, y cuánto más descubren caminos nuevos y osados para superarlos, el resultado no siempre es el éxito. En esos casos su creatividad no disminuye, por el contrario, se acrecienta en el dolor y el rechazo.

La racionalidad desalentadora

“¿Por qué cuando miramos atrás vemos que el camino de la historia humana está marcada por cataclismos y desastres? ¿Qué es lo que en realidad le ha sucedido a esas civilizaciones? ¿Por qué quedaron sin  aliento, carentes de voluntad de vivir, habiendo perdido la fuerza moral?” se preguntaba Andrey Tarkoski (1932-1986) el director de cine ruso prematuramente fallecido a los 52 años. Tarkovsky veía en el arte una forma de expresar la vida creativamente y sacudir la falsa seguridad que ofrece la sociedad materialista y consumista. Alguna vez dijo Erlan Josephson -el gran actor sueco protagonista de Nostalgia y Sacrificio- que Tarkovsky no era un hombre misterioso sino un hombre en contacto con el misterio. Es aquel que se atreve a desafiar, a explorar desconocidos caminos que lo aparten del escepticismo y la racionalidad desalentadora. En un mundo que tiende a su propia destrucción Tarkovsky, contra toda lógica, está convencido que su “función es hacer que quien vea sus filmes se dé cuenta de su necesidad de amor y de dar amor, y consciente de que la hermosura lo convoca”

¿Es el arte una ensoñación que busca hacernos olvidar o siquiera negar las dolorosas verdades que enfrenta la humanidad? ¿Es por eso  que las propuestas de Tarkovsky se diluyen como ilusorios caminos sin salida? ¿Hay que resignarse a creer que se trata utopías inalcanzables? Ya recordábamos a Nicolás Casullo cuando llamaba a explorar “el camino del arte, el del misterio de lo bello”.

Tarkovsky parece proponernos uno en su última gran obra, Sacrificio. En las primeras escenas el protagonista Alexander y su pequeño hijo están regando un árbol seco. El niño, habiendo sido operado de la garganta, no puede pronunciar palabra y escucha en silencio la historia que su padre le cuenta acerca de un monje ruso que regó un árbol seco por años hasta que el árbol floreció. En la escena final el niño, que está solo regando el árbol, rompe su silencio: “En el comienzo fue la palabra. ¿Por qué Papá?” Porque solo la comunicación puede evitar el aislamiento, romper las barreras de raza, de religión, de género y permitir crear el encuentro. Como bien lo supo Tarkovsky : “En un mundo donde la amenaza real de una guerra capaz de aniquilar a la humanidad; donde la enfermedad social existe en una escala sorprendente; donde los sufrimientos humanos claman al cielo –el camino debe ser para una persona encontrarse con otra. Tal es el deber sagrado de la humanidad hacia su propio futuro y el deber personal de cada individuo.”

El camino que se reclama ahora es la búsqueda incansable en los laberintos del misterio y hacia allá se dirigirá la mirada.+ (PE)

 

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