La postura de género no constituye una “ideología” sino una “perspectiva”

Foto: Pixaby.

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URUGUAY-

Quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones acerca de un tema relevante que ha recibido la atención de los medios de prensa en los últimos días.

El sábado pasado (27/1) el cardenal Sturla volvió a instar a defender a la familia porque ella se halla amenazada por la “ideología de género” que, según él, actualmente se le quiere imponer a nuestra población. En dicho llamado, el cardenal vuelve a coincidir con el pastor Márquez, de la Iglesia Misión Vida, quien, en un campamento de jóvenes y adolescentes de su iglesia y de los hogares Beraca, les pidió a los allí presentes que se hicieran sentir en las redes sociales tuiteando contra la ideología de género y las políticas de género del gobierno.

Aunque esta reiterada coincidencia es significativa, y aún más significativo es el hecho de que el llamado a dar lucha contra lo que ambos han etiquetado como “ideología de género” ocupa un lugar importante en la agenda temática de la derecha más radical en el mundo, no dudo de que lo que anima el planteo del cardenal es la honestidad intelectual y una desinteresada inocencia política. Este no es el caso del pastor Márquez que ha exhibido en este tema una marcada deshonestidad intelectual con burdas y malintencionadas falsedades tales como sostener que la ideología de género propicia o da lugar al sexo con animales y con niños, cuando todos sabemos que la mayoría de los casos de abuso sexual infantil son fruto de concepciones autoritarias y de una sexualidad pervertida por experiencias previas de abuso o por una deformante represión sexual y negación de la sexualidad, muchas veces justificada desde lo religioso¹. Tampoco podemos calificar de inocencia política la postura del pastor Márquez, pues indudablemente forma parte de su estrategia política, así como lo fue la financiación de la campaña electoral de un sector del partido Nacional y la candidatura de Álvaro Dastugue, quien hoy es diputado por el partido Nacional, además de ser su yerno y pastor de Misión Vida.

Una distinción conceptual básica

Más allá de la honestidad o deshonestidad intelectual, o de la inocencia o interés político que pueda haber detrás del planteo del cardenal Sturla y del pastor Márquez, lo que resulta necesario precisar es que su posición en este tema parte de un error conceptual que debemos aclarar para no ser arrastrados por una comprensión falseada de la cuestión.

Lo que estos líderes eclesiales califican como “ideología de género” no es tal. La postura de género no constituye una “ideología” sino una “perspectiva”, un lugar desde donde pensar, entender y descubrir aquello que la ideología imperante –que siempre consagra el orden existente– invisibiliza, oculta y desvirtúa.

La diferencia entre ambos conceptos es sustancial, puesto que una ideología constituye un mapa conceptual cerrado, un sistema de ideas rígido y esquemático, que tiende a perpetuarse rechazando lo diferente, reforzando prejuicios y levantando sospechas y temor contra todo aquello que se le opone o que está fuera de su horizonte de comprensión. En síntesis, toda ideología, en tanto sistema de ideas, es esencialmente dogmatizante y excluyente. Por el contrario, una perspectiva siempre es un intento de ver más allá de lo que la ideología define como realidad única; es un colocarse en otro lugar, especialmente en el lugar de los más postergados, desvalorizados e ignorados, para no acallar el clamor de los que sufren ni los desafíos de transformación que ese clamor entraña para nuestra vida y para la vida de la sociedad de la que formamos parte. En tal sentido, una perspectiva siempre es algo abierto, que estimula la libertad de pensamiento y que incluye lo que la ideología excluye.

El esfuerzo salvífico de Dios, tal como lo testimonia la Biblia, está marcado por la decisión de Dios de “ver” lo que acontece desde otro lugar, desde el lugar de los olvidados y rechazados. Así, por ejemplo, comienza la liberación de Israel de Egipto, con un Dios que “desciende” para ver las aflicciones y oír el clamor de su pueblo (Ex 3: 7 y 8). Así también lo cantaban los primeros cristianos cuando proclamaban que Jesucristo dejó el lugar de Dios, no se aferró a esa condición, sino que asumió la perspectiva de lo humano y de lo más sufrido y humillado, y se abajó hasta la ignominia de la cruz (Fil 2: 5-8).

Habiendo hecho esta distinción entre ideología y perspectiva, no sería de extrañar que la propia visión ideológica del cardenal Sturla y del pastor Márquez, como representantes de una corriente muy extendida dentro y fuera de la iglesia, los haya hecho caer en la trampa que tiende toda ideología: inducir a ver una ideología amenazante y destructiva en todo aquello que desborda su comprensión de las cosas. La ideología siempre contrarresta lo diferente negando ser ella misma ideología y afirmando ser, en cambio, el orden natural de las cosas, al mismo tiempo que califica de ideología lo que sacude la conciencia y le abre la puerta a las transformaciones. En efecto, es propio de la ideología pretender despojarse del carácter de ideología endosándoselo a todo aquello que se le opone.

En virtud de esta distinción conceptual que acabamos de hacer, tampoco es de extrañar que la perspectiva de género –a la cual adhiero y a la cual nuestra iglesia se ha sumado en su acción pastoral y en su reflexión teológica– contenga, como fenómeno plural, una serie de corrientes con las que no siempre estamos de acuerdo ni coincidimos, o que dé lugar a opciones distintas sin que ello signifique colocarse fuera de una perspectiva común. Un ejemplo claro de esto fue cómo en la membresía de nuestra iglesia hubo visiones diferentes con respecto a la ley de “Interrupción voluntaria del embarazo”, sin que ello significara que el hermano o la hermana que pensaba diferente se había colocado en la vereda de enfrente y se había debilitado su fidelidad al evangelio. En esto hemos sido fieles a la consigna wesleyana: “pensamos y dejamos pensar”.

Poniendo el foco en lo esencial

Para no agobiar ni alargar demasiado esta carta, digamos que lo central de la perspectiva de género, a mi modo de ver, es poner al descubierto y confrontar esa visión dual (varón-mujer) que la concepción patriarcal y machista ha instaurado como cosa natural y que ha fijado roles y estereotipos de género profundamente deshumanizantes.

Esta dualidad instaurada por el paradigma patriarcal y machista establece una dicotomía en la que hay un polo superior y uno inferior. Al polo superior, el del varón, se le ha atribuido la autoridad de subordinar a la otra parte, incluso hasta el grado del abuso, la explotación y la violencia. Consecuentemente, al polo inferior, el de la mujer, se le ha hecho creer que está destinado a pertenecer a un segundo orden, hasta el extremo incluso de la humillación, la explotación, el maltrato y la muerte por causa de género.

Tal vez se pueda pensar que esto es una exageración, que es cosa del pasado, y que seguramente ninguno o ninguna de nosotros sea tan extremadamente dual y machista en su consideración del otro género. Pero bastan un par de indicadores para comprobar que la ideología patriarcal y machista permanece instalada en nuestro mundo y sigue generando trágicas consecuencias:

  • Los organismos internacionales han constatado que el 70% de los pobres en el mundo son mujeres. Y ellas representan el 80% de la población desnutrida.
  • El Fondo de Naciones Unidas para la Población ha mostrado que una de cada tres mujeres en el mundo sufre malos tratos o abusos sexuales.

Estos datos ponen al descubierto una realidad tan escandalosa como intolerable, pero que el patriarcalismo se empeña en desconocer.

Orden natural y familia

Uno de los argumentos manejados por el cardenal Sturla, y por otras personas, entre ellas, el pastor Márquez, es que esta presunta “ideología de género” rompe el orden natural de las cosas, particularmente, el de la familia. Así lo expresó en su último mensaje de Navidad emitido el 21 de diciembre próximo pasado: “esta ideología va contra el orden humano de la creación del hombre, contra la familia constituida por un esposo, una esposa y los hijos”.

Esta apelación al “orden natural” es peligrosa porque este orden suele ser la representación de una cosmovisión particular que, como toda cosmovisión, es cambiante de acuerdo con las épocas. La Iglesia ya debería haber aprendido esto después de tantas condenas basadas en lo que en su momento consideró “natural” y de las que luego tuvo que arrepentirse. Recordemos si no el caso de Galileo, que fue condenado como hereje por afirmar que la tierra se movía alrededor del sol contradiciendo lo que la Iglesia, apoyada en una lectura literal y dogmática de las Sagradas Escrituras, sostenía como natural e inmodificable.

Pero si la aplicación del concepto de “orden natural” ya es peligrosa en el ámbito de la naturaleza, mucho más lo es cuando se lo traslada al orden social. En el plano social, el orden natural invariablemente acaba siendo una justificación, la mayoría de las veces grosera e inequitativa, de un statu quo que desconoce derechos y concentra privilegios. El racismo, el sexismo, el clasismo… son una cabal muestra de lo que el orden natural puede justificar en el nivel social.

Legitimar únicamente a la familia nuclear (un esposo, una esposa y los hijos), que hoy representa solo el 28% de los hogares uruguayos, implícitamente significa declarar contra natura a los diversos tipos de familia que coexisten en la actualidad en nuestro país: las familias monoparentales (monoparental femenino y monoparental masculino), las familias extendidas, las ensambladas y las de un mismo sexo. Deslegitimar este panorama puede ser muy injusto con una multitud de hombres y mujeres que tratan de sostener vínculos de amor sanos y responsables, y que tratan de criar y cuidar a sus hijos de la mejor manera posible de acuerdo con sus circunstancias.

Pero, además, creo que desde la perspectiva cristiana, el problema no radica en lo heterogéneo de este panorama y en que ya no exista una manera única de ser familia consagrada por un supuesto orden natural. De hecho, los cristianos y cristianas no nos podemos escandalizar por este fenómeno social, pues si recorremos la Biblia nos encontraremos con tipos de familias muy diferentes a lo largo del Antiguo y Nuevo Testamento, y todos ellos fueron espacios utilizados por Dios para llevar a cabo su proyecto de vida y de dignificación de lo humano, tanto en el nivel personal, como comunitario y social.

La gran tarea de la Iglesia, a mi entender, no radica en tratar de recuperar un modelo de familia como si fuera el único verdadero, ni en emprender una lucha contra aquello que pretendidamente lo vulnera. La gran tarea que tiene la Iglesia en esta temática es promover y fortalecer las funciones que toda familia, del tipo que sea, no puede ni debe eludir, postergar o transferir. Me gustaría finalizar esta carta enumerando algunas de estas funciones recordando algo que escribí para la Revista Metodista en una Navidad de años atrás.

Cuidado mutuo. La familia tiene la intransferible tarea de cuidar a sus integrantes, especialmente a los más pequeños. Nadie como la familia puede proveer de ese cuidado que todos los seres humanos necesitamos y que, en los primeros años de la vida, resulta fundamental y decisivo. Pero, además, cuando en familia cuidamos y somos cuidados, esta actitud y compromiso mutuo se erige en un valor. Y en este tiempo en el que la vida está tan amenazada y degradada, urgentemente se precisa afirmar este valor para que desemboque en una ética del cuidado que garantice la vida y las condiciones para su desarrollo.

Respeto mutuo. El respeto es la condición sine qua non para que la persona sea valorada y es la plataforma básica para que cada ser humano pueda desarrollar sus potencialidades. Sólo hay dignidad cuando hay respeto; por lo cual, cuando en la familia se vive el respeto mutuo, dignificamos al otro y nos dignificamos a nosotros mismos.

Confianza mutua. La confianza es fundamental para que los vínculos que construimos y que a diario debemos reafirmar sean sólidos. Pero la confianza no sólo edifica nuestras relaciones con los demás, también nos edifica a nosotros mismos. La seguridad en uno mismo y la fortaleza emocional son, indefectiblemente, la consecuencia de crecer y vivir en un ambiente de confianza. Precisamente por eso la familia está llamada primariamente a proveer ese ambiente a sus integrantes.

Un sentido trascendente compartido. El ser humano requiere de sentido para vivir y para proyectarse, y el sentido siempre está conectado con lo trascendente. En el sin sentido, la vida se disuelve, se vuelve estéril, y la persona, por una u otra vía, se empequeñece. La familia es el lugar para compartir ese horizonte trascendente que le da significado a la vida, ese horizonte que, al decir de Pablo, es el ancla del alma en los tiempos de tormenta (Heb 6:19), y que, como dice Pedro, le da razones a nuestra esperanza (1 P 3:15), aunque todo invite a desesperar.

Estoy convencido de que lo que amenaza al cumplimiento de estas funciones no es que la visión de género derribe la concepción tradicional de familia; la mayor amenaza radica en nuestra pequeñez humana, egoísta, estrecha, irresponsable. Y de la pequeñez humana no estamos libres ni hombres ni mujeres, ni progresistas ni conservadores, ni católicos ni evangélicos. Por eso, lo único que nos puede salvar es ese inconmensurable e inclusivo amor de Dios,

que es Padre y Madre de todos, que es sobre todos, por todos y en todos
(Ef 4:6).

 

 

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