Víctima y victimarios en una patética leyenda de nuestras sociedades

Imagen de Randall Billings en Pixabay

REPÚBLICA DOMINICANA-

Por Telésforo Isaac-

La desgracia de Carola es la tragedia de una familia isleña caribeña o latinoamericana que bien puede suceder en nuestro país, y todos sabemos de historias parecidas a ésta.

Había una vez una familia típica constituida por el padre, la madre, dos hijas menores y la abuela de parte del padre. Esta familia vivía en forma humilde, pero armoniosa en un paraje de esta región. Los padres y la abuela eran activos sociales locales, llevaban las dos niñas a los cultos religiosos, asistían al catecismo y la escuela dominical.

Todo iba bien con esta familia. A las niñas se les enseñó que: “Jesús ama a todos los niños del mundo”. Eran felices y estaban confiadas.

Carola era la menor de las hermanas y la más simpática de las dos. Las niñas iban a la escuela y se llevaban bien con sus condiscípulos. El mundo a su alrededor era agradable a pesar de algunas precariedades; pero una serie de acontecimientos sucedió en forma inesperada que hizo ver a la risueña niña, que vivir en el mundo no es siempre fácil ni agradable. Algunas cosas pasaron que llenaron de ansiedad y frustraciones a la feliz y agradable niña, por lo que su existencia comenzó a ser difícil. Resultó ser víctima de un enredo de involuntarios victimarios.

La primera cosa que pasó para causar desasosiego a Carola fue la muerte de su madre. Al morir la madre, el padre de las niñas emigró a una metrópolis del llamado primer mundo, dejando a sus hijas con la abuela que ya estaba envejeciendo y apenas podía cuidar bien de sus nietas.

Después de algunos años, el padre de las niñas volvió al país para llevar a sus dos hijas con él; pero, la abuela convenció a su hijo, de que la pequeña y simpática Carola, debía quedarse con ella para acompañarla; pues, no quería quedarse sola. Tal vez tenía temor de que su hijo no le mandara el sustento como lo venía haciendo. El padre se dejó influenciar de su madre, llevó a Hilda la mayor, y dejó a la hija menor con la abuela.

A esta altura la niña que fue simpática y risueña había perdido a su madre, a su padre y a su hermana. El mundo alrededor de ella comenzó a perder su belleza. Tenía que ir sola a la escuela, le hacía falta la compañía de su hermana y su relación con la abuela se hizo tensa; e ir a la iglesia, a la escuela dominical, ya no era agradable.

Desapareció la sonrisa de la cara de Carola. Ella comenzó a comportarse mal con la abuela. Peleó con los otros chicos en el curso y en la iglesia. Después de un tiempo dejó de ir a la escuela y también a la iglesia.

Por ahora, Carola había perdido a su madre, su padre, su hermana, sus compañeros de curso, la familia de la iglesia y tenía problemas en casa con la abuela.

Los maestros en la escuela no hicieron nada para saber qué estaba pasando a la niña, ni acudieren a profesionales en psicología para recibir orientación. El ministro de la iglesia no indagó del porqué la niña no venía a los cultos. La maestra de la escuela dominical no se interesó tampoco, y la abuela se quedaba impotente y callada.

Antes de la adolescente tener suficiente pecho para llenar su sujetador de busto, ella estaba embarazada; pero no sabía realmente quién era el padre del producto que esperaba. Cuando el infante nació, la agencia de servicio social del Estado le quitó la criatura, porque ella era menor, y porque la abuela no podía darle el cuidado necesario a ella y al bebé.

Por el momento, por desgracia la prematura mujer, había perdido a su madre, su padre, su hermana, sus compañeros de escuela, la familia de la iglesia, su pastor, la maestra de la escuela dominical, el cuidado de la abuela y su bebé. El peso del mundo le había caído encima, estaba perturbada, desorientada y muy frustrada.

Un día, mientras Carola andaba desconsolada por las calles de su comunidad, le llegó la noticia que un fuego consumía la casa donde ella y la abuela vivían. La anciana fue llevada a una residencia de envejecientes y se acentuó la  desdicha de la compungida joven mujer;  pues,  se quedó sin hogar y dónde reclinar su cabeza. Ahora estaba sin madre, padre, hermana, compañeros de escuela, familia de la iglesia, ministro religioso, maestra, el precario cuidado de la abuela, sin su bebé y sin casa.

Atribulada, sin dirección, sin apoyo, ni hogar, la joven, hecha madre a destiempo, siguió vagando y pensando que: la sociedad, la Iglesia y hasta Jesús, la habían abandonado, tal como lo habían hecho su padre y los individuos más cercanos en quienes debía confiar.

La cadena de infortunios tenía a Carola totalmente confundida, había en su mente un remolino de tormentos, amarguras, decepciones, y maltratos que agobiaron a la atribulada criatura de Dios. Como era de esperarse, esta hija maltrecha del pueblo estaba desamparada, debilitada espiritualmente, adolorida, acongojada y desolada por el desdeño de su familia, la escuela, la iglesia y la desprotección de la sociedad. Ella cometió suicidio. Cuando hicieron la autopsia, se descubrió que estaba embarazada de nuevo, y nadie sabía quién podría ser el padre.

La historia de la tragedia de Carola es muestra de una forma frecuente de violencia familiar y hacia las mujeres, indolencia humana, carencia de conmiseración, falta de responsabilidad y ausencia de servicios estatales adecuados y prestos en las sociedades de los pueblos.

Con tragedias como estas que suceden continuamente, nos motiva a decir que el padre, la abuela, los maestros, los del ministerio pastoral y los hombres que abusaron a la inocente víctima Carola, son reos de juiciosa imprecación y victimarios de su deplorable vida y la malograda muerte.

El autor es Obispo emérito Iglesia Episcopal/Anglicana

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