Paro nacional en Colombia: un pastor en la calle y fronteras invisibles que se derrumban

Siloé, Colombia (Luis Miguel Caviedes)

COLOMBIA-

Alvin Góngora-

Hoy es Mayo 19. Es el día número 22 del paro nacional en Colombia. Por estos lados del vecindario latinoamericano eso no se había visto antes. El alzamiento ciudadano más extendido y generalizado se había dado el 14 y 15 de septiembre de 1977. Solo dos días pudo la ciudadanía de entonces resistir la respuesta represiva del Estado a los reclamos que le plantearon por su incumplimiento a sus promesas y sus fallidas políticas económicas. Eran los tiempos de las bonanzas: la cafetera y la del incipiente narcotráfico, por entonces dedicado a la marihuana. Los flujos de capitales se tradujeron en inflación. Sus efectos en los precios al consumidor hicieron que la vida se revistiera de dificultades aún mayores.

Cuatro décadas y media más tarde, los nietos y bisnietos de quienes protestaron en 1977 plantean un desafío claramente articulado, apelan a discursos ricamente creativos, se presentan con un rostro decididamente diverso, echan mano de estrategias que fortalecen la lucha democrática y reducen la confrontación violenta y presentan demandas que van más allá de las presiones inmediatas del momento. Solo hasta el día de hoy la Cámara de Representantes pudo aprobar que se archivara la reforma tributaria que sirvió de disparador de las protestas ciudadanas. Sin embargo, esa conquista ciudadana no da por terminada la protesta. La ciudadanía es consciente que lo que está en juego es una perspectiva de país. Justo en este momento me interrumpen para informarme que también cayó la reforma a la salud que convertiría a los prestadores del servicio de la salud en agencias de seguros. Sería ese el segundo logro del paro nacional.

En los años transcurridos desde la década de 1970, el sector religioso, mayormente el de rostro diverso evangélico, con ciertos tintes protestantes y acento cada vez más decididamente pentecostal ha venido a engrosar, a veces a enriquecer, la ciudadanía colombiana. En la multiplicidad de respuestas y tomas de posturas que las comunidades cristianas y sus voceros han asumido en relación con el paro nacional, se destaca la línea de acción pastoral que algunos, muy pocos, están siguiendo. Son pastores, pastoras, sacerdotes y agentes pastorales que desde el primer día de las movilizaciones, el 28 de abril, trasladaron a las calles sus púlpitos, oficinas y recintos privados de oración.

Ya para la segunda semana de las protestas, las calles que se convirtieron en los escenarios más tumultuosos, creativos y festivos fueron las de Cali, una ciudad clavada en lo profundo del corazón de quien esto escribe, la ciudad más Caribe lejos del Caribe, la del baile, el fútbol, el azúcar, luchas populares de hondo calado histórico.

Y narcotráfico. Antes del narcotráfico la violencia callejera ya deambulaba por ciertos sectores. Delincuencia juvenil mezclada con un arte de masas que con el tiempo habría de darle a Cali las marcas visibles de su identidad: son cubano Hecho-en-Cali, cierto desparpajo al hablar, desinhibiciones. Las irreverencias de los primeros jóvenes colombianos: Lucy Tejada, Fernell Franco, Enrique Buenaventura, y las de los que sí fueron jóvenes de verdad: Jotamario Arbeláez, Umberto Valverde, Andrés Caicedo. Pintura, fotografía, teatro, poesía, prosa que perfilaron el rostro callejero de una ciudad que oscilaba entra la coquetería hollywoodense, el desenfreno caribeño y la violencia de la pobreza.

Paro Nacional en Cali (Luis Miguel Caviedes)

Es aquí donde el trabajo de uno de esos pastores que se trasladaron a la calle en estos días de alzamientos ciudadanos, Luis Miguel Caviedes, se hace significativo por cuanto, quizás sin querer, tocó las heridas de violencia callejera largamente alimentadas. Él es un pastor metodista de 29 años, aún en su proceso de formación teológica académicamente hablando y con un rico acervo de saberes pastorales y teóricos en razón de su práctica ministerial en la realidad concreta y trepidante de Cali. En uno de sus videos a partir de los minutos 13:30 y 32:32) en los que suele reportar su trabajo en el sector de Siloé, mezcla de Harlem de los 60 y 70, Soweto y favela de Rio, Luis Miguel apunta un resultado esperanzador de esta lucha ciudadana: la desaparición, o más bien, la suspensión de las fronteras invisibles.

El historiador Apolinar Ruiz López, en su libro Espacio y poblamiento en la ladera suroccidental de Cali: Sector Siloé, décadas 1910-2010 (Universidad del Valle, 2016), rastrea las raíces de la exclusión que siempre ha sufrido la población de ese sector de la ciudad. Investigaciones como la adelantada por Marta Domínguez, PhD, (Facultad de Ciencias Sociales y Económicas, Universidad del Valle) subrayan la relación estrecha que se establece en los jóvenes entre la actividad delictiva de una pandilla y el sentido de pertenencia a un territorio. La lucha cotidiana de jóvenes que buscan sus horizontes de identidad, sus sentidos de pertenencia, gestan igualmente las realidades concretas de un territorio, de las fronteras que los delimitan, de los códigos de comunicación y socialización que solo se hacen entendibles dentro de fronteras establecidas por esas dinámicas de construcción de territorialidad. Son investigaciones que nos alertan a la existencia de fronteras que solo el conocimiento directo del terreno puede discernir. Las líneas divisorias de un territorio que impide que los muchachos se encuentren. La marca de quiebre que pasa desapercibida al ojo de la persona foránea, así esa persona provenga de un barrio que está tan solo a 10 minutos de distancia en bus, como cuenta Marta Domínguez. Un tatuaje, un grafitto, la forma en que se usa una gorra tiene para los jóvenes el mismo poder de separación de un muro a través de los Territorios Ocupados al norte de Jerusalén.

A medida que los jóvenes en Cali se organizaban para darle a la voz de la protesta ciudadana su acento festivo e irreverente, y sobre ellos la fuerza pública descargaba un poder bélico similar al que emplearían contra un ejército regular, las fronteras que los separaban empezaron a desmoronarse. Luis Miguel cuenta de actos de reconciliación entre miembros de pandillas en el sector de Siloé. Abrazos largamente deseados y nunca dados, voces de perdón y afecto que ya no podían reprimirse más, perdones de duración y significados de transformación desconocidos horadaron los muros de Berlín que la delincuencia juvenil había construido y mantenido por generaciones.

Mientras en sectores de pandillas como Siloé se desvanecían las fronteras invisibles, otras no tan invisibles reforzaban el hormigón armado del odio de clase, que siempre se gesta en las castas superiores y desde esas alturas se instrumentaliza a fin de satanizar las iniciativas ciudadanas. El área residencial de Ciudad Jardín, de suntuosas mansiones y habitantes que se consideran blancos, le cerró el paso a los manifestantes. Apelando a acciones de violencia, los habitantes del sector, con sus sombreros blancos, camisetas blancas y vehículos blancos de alta gama, sacaron sus armas y las usaron mayormente contra los indígenas. Durante dos días esa porción de la ciudadanía de alta capacidad de consumo aprovechó su exposición de fuerza e impunidad para manifestarle al gobierno central su apoyo irrestricto. Las redes sociales se inundaron de videos que los mostraban en plena acción delictiva, y posteriormente de otros más en los que aparecieron las altas autoridades militares visitándolos de manera amigable y con aires de camaradería durante la noche.

En los años 70, poco antes del primer paro nacional, Andrés Caicedo, en uno de sus cuentos, Maternidad, había ya preconizado la agonía a la que parecía estar condenada la juventud caleña: “Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué sentido había. Nos habían escogido como las primeras víctimas de la decadencia de todo…” Confinados por fronteras que sus propias dinámicas habían creado, las que a su vez respondían a aquellas que les habían preparado desde lo alto mucho antes de que nacieran, la muchachada caleña, como protagonista de primera línea de una movilización amplia de demandas ciudadanas, descubre que de las primeras ellos mismos, ellas mismas, se pueden encargar. En cuanto a las segundas, las que separan a Siloé de Ciudad Jardín y a la deliberación ciudadana del uso arrogante de las armas, solo queda rezar con Mons. Darío de Jesús Monsalve, arzobispo de Cali: “Lo represado no puede ser objeto de represión” (citado por Tatiana Acevedo en El Espectador, 16 de mayo de 2021).

El autor tiene una licenciatura en Lingüística, maestrías en Teología y en Filosofía Político. Empezó un programa doctoral en Teología Política que se quedó a medio camino porque la vida lo obligó a ponerse serio y garantizar un ingreso. Ha sido docente en todos los niveles: desde preescolar hasta el universitario. Es editor y traductor.

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