Ni mártires ni chivos expiatorios: llanto por la juventud colombiana

COLOMBIA-

Por Alvin Góngora-

No gustan los mártires. Se desconfía del relleno de patologías psicológicas que constituyen su subsuelo. Se desconfía del consecuente culto de victimización que suelen preconizar. Se le tiene alergia a las hagiografías en las que se traducen sus historias de vida. Sin embargo, en toda lucha hay caídos.

No gustan los chivos expiatorios. Se han hecho expiaciones por doquier. No se sabe hasta dónde se les ha tomado como escarmiento, como relatos aleccionadores, o hasta donde de veras se les ha hecho cargar con los pecados de la humanidad. Sin embargo, en toda lucha hay sacrificios que alcanzan esos niveles de institucionalización.

“Occidente es, ante todo, una concepción de la víctima”[1] se dice. En esa órbita de influencia se forjó la muchachada colombiana, con todo y que ahora ella y nosotros reaccionamos contra su eurocentrismo. No obstante, participamos de una tradición que se inaugura con una muerte, sea la de Sócrates o la de Jesús de Nazaret. Es también una tradición que busca en la muerte el significado último de la vida de personas y colectivos. Es un acento con el que uno se topa en la ética de Lévinas, la poética de Camus (véase, por ejemplo, Los justos), la creatividad de San Pablo (por ejemplo, en la Epístola a los Romanos).

El ineludible martirio; conceptualmente vilipendiado por cortesía de las olas recientes de fanatismo religioso que puntualizan los conflictos este-oeste, e históricamente magnificado por una larga hagiografía occidental, ¿no exige, acaso, una significación más a tono con las respuestas que andamiajes estatales como el colombiano, tan proclive a liberar sus aparatos represores contra sus ciudadanos, suelen salirle al paso a las demandas de sus ciudadanías?

Estas son preguntas que reptan hasta la superficie hoy, al cabo de 50 y más días de protestas ciudadanas en Colombia que, al decir de un influyente político local, es ya un estallido social. La organización Indepaz mantiene un listado que incluye los nombres de 70 personas que han sido asesinadas en el marco de las protestas ciudadanas. Algunas de ellas son ya, a estas alturas, emblemáticas: Santiago Murillo, Lucas Villa, Junior Jein, incluso Dylan Cruz, que fue asesinado por un oficial de la policía antes que se desencadenara la actual etapa de protestas. El número de víctimas sigue trepándose. La gran mayoría, jóvenes.

En la última semana, la saña de los organismos del Estado se ha incrementado. Ahora estamos encontrando cadáveres en alguna curva del río Cauca, no muy lejos de Cali. O desmembrados. Tirados por ahí. Jóvenes recién salidos de la adolescencia. Álvaro Herrera, estudiante de música de la U. del Valle (Cali) sobrevivió y contó que oyó cuando los agentes que lo custodiaban y torturaban se preguntaban en voz alta si no les sería más conveniente desaparecerlo.

¿Vale la pena el precio tan alto de la protesta? Si es que el Estado busca hacer de ellos chivos expiatorios, ¿dónde, entonces, está lo mimético de esa violencia? ¿Qué es lo que a través de ellos deseamos para que los que no nos quieren ver yendo tras los mismos derechos redoblen su atrocidad para impedirlo? Los muchachos lo que hicieron fue verbalizar, mediante acciones simbólicas y posturas artísticas, el deseo de que se nos reconozca la titulación prometida por un Estado garantista. Eso es lo que dice la Constitución que Colombia es. O aspira a ser. ¿Quién se sintió rivalizado como para que el Estado acudiera en su auxilio atropellando a la ciudadanía que desea ser tomada como sujeto de derechos?

Desde la presidencia se insiste en apelar a la iconografía religiosa para apuntalar la respuesta represiva del Estado a la demanda ciudadana, usándola como telón de fondo de su retórica. La semiótica cristiana bien puede venir al caso. Cuando aparece tan solo la cabeza de Santiago Ochoa, un muchacho de 21 años envuelta en una bolsa plástica, en un sitio en el que cualquier persona la hubiera podido encontrar, es difícil no ver en ese crimen un acto constitutivo de un chivo expiatorio. Los pueblos originarios asentados en Colombia ya hicieron rodar cabezas insignes de prohombres que escribieron nuestra historia a golpe de pillajes y genocidios. ¿Es la decapitación de nuestra juventud la riposta del Estado que tomó como ofensa propia la actitud de los indígenas? No es que la sangre de Santiago y los demás muchachos se haya vertido para expiar el desafuero de una ciudadanía que se atreve a asumir sus derechos, sino que ese derramamiento de vida joven conlleva una semántica aleccionadora. Antes bien, el alto gobierno le está advirtiendo a la generación más joven que mejor le puede ir si se encamina por el sendero de la prudencia.

Colombia aún no sale del estupor causado por esta reciente ola de violencia estatal. Es posible que la estela de cuerpos desmembrados corresponda a lo que el hombre fuerte, Álvaro Uribe Vélez, quiso decir cuando ordenó hace ya más de un mes a través de su cuenta en Twitter el despliegue de una “revolución molecular disipada.” Tal es el lenguaje con el que hizo su entrada en sociedad el escalonamiento de la fuerza represiva del Estado. Por lo tanto, la reacción ante el horror todavía transita el terreno de la parálisis, de la estupefacción. Tampoco las iglesias pueden aún reaccionar más allá del grito inmediato de pavor.

Por lo pronto, hay reticencia a considerar que Santiago Ochoa, Lucas, Jein, Dylan, Santiago Murillo y tantos otros que conforman una ya larga lista de jóvenes caídos en las calles sean instrumentalizados como chivos expiatorios. Tampoco hay una disponibilidad a considerarlos mártires, ya que junto a ellos se acumula un número ya cercano al millar que siguen desaparecidos (“no localizados,” es como los etiqueta el alto gobierno colombiano en su neo-lenguaje), una cifra aún mayor de heridos y toda una generación que insiste en hacer valer el ideal de Estado Social de Derecho.

Si fueran mártires, ¿estaría la sociedad colombiana avalando el derramamiento de sangre como camino de salvación? Se supone que esa perspectiva ha sido superada, o al menos eso es lo que con su sarcasmo habitual declara el antiguo texto de la epístola a los Hebreos. Si fueran chivos expiatorios, ¿acaso hay alguna culpa que la sociedad colombiana deba expiar, aparte de haber sido tolerante con respecto del autoritarismo durante dos décadas?

El asunto es que son nuestros muchachos, nuestras muchachas. Los acogemos y lloramos porque no sabemos todavía cómo responder a niveles cada vez más demoníacos de represión estatal. Por ellos, por ellas, quisiéramos apropiarnos de la impotencia del profeta cuando clamaba que su cabeza se hiciera agua, y sus ojos fuentes de lágrimas para, con Pablo Neruda, pedir:
“Y dejadme llorar
Horas, días, años
Edades ciegas, siglos estelares.”


[1] Guillaume Erner, Expliquer l’antisémitisme, Presses Universitaire de France, 2017.

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