Y comienza la cacería de la diferencia

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COLOMBIA-

Por Tomás Castaño Marulanda-

Decidió poner sus discrepancias en marcha con una estampida de caminantes que juntaba a los indignados por el ataque militar que los elenos (denominación para miembros del ELN-Ejército de Liberación Nacional) le propinaron a la escuela de policía “General Santander” en Bogotá, y a los promotores de discursos de un odio masificado, enraizado, encarnado y práctico que silencia cualquier asomo de ideas distintas a las de ellos.

A las nueve y media de la mañana el 17 de Enero, hubo una explosión, de esas que el país no presenciaba desde hace varios años. De esas que duelen en el cuerpo de las personas heridas (68) y en el corazón de familiares, amistades  y conocidos de quienes murieron (21). Sobre todo en el alma y las esperanzas de quienes no hemos logrado normalizar que la violencia sea la salida. Más bien es una entrada al valle de una muerte incesante, de una tristeza inmarcesible, de un duelo inmortal. Del ciclo de vengadores y víctimas que se repite por siempre.

Los unos encuentran en estos actos la posibilidad de justificar argumentos y acciones guerreristas por parte de un gobierno heredero de “la mano firme” y el “te doy en la cara marica”. Los otros insisten en una salida negociada al conflicto para que vayan menguando los lamentos. Uno que otro hace reflexiones que apelan a una realidad social mucho más vasta, compleja y dolorosa. Casi todos se enfrascan en la inmediatez de los medios de comunicación, de las redes sociales y de las emociones que se encuentran y se desencuentran mientras cada uno toma posturas o se atrinchera en ellas.

Y comienza la cacería de la diferencia. Al que no piensa igual se le cancela. Ridiculizar al otro, la otra, minimizarlo, minimizarla, etiquetarlo, etiquetarla, a partir de sus tendencias políticas, de sus inconformidades socioeconómicas, de la manifestación de sus ideas, se convierte en el pan diario del internet.  Y nos insultamos y asesinamos palabra a palabra. Ya lo han dicho antes, las redes logran sacar lo peor de nosotros.

¿Qué mejor ocurrencia que llamar a marchar a las y los colombianos? Solo, queda en el aire un hedor a que no es mera indignación lo que convoca sino el aprovechamiento político de una masacre que no tiene justificaciones. Como tampoco lo tiene que una convocatoria nacional “en contra del terror” se salpique con tanta facilidad con gritos insultantes y agresiones físicas que aterrorizan.

Alan, de 17 años, llevaba una camiseta pintada de rojo en la parte de atrás “No a la guerra de Duque y de Uribe”. Iba caminando en la marcha junto con todas las personas presentes. Al fin y al cabo era una marcha plural, eso se decía, que era para que todos y todas se manifestaran en contra del terrorismo. Él consideró que parte del terror es vivir las dinámicas del “guerrerismo”, el mismo que dejó a unas 10 mil personas inocentes muertas con las ejecuciones extrajudiciales.

Él también marchaba por los líderes asesinados en Colombia. Un tema frecuente en zonas rurales al que poco o nada se le presta atención. Ellos, según Alan, son igual de importantes que los y las policías. Marchó en contra de la guerra que él adjudicaba a los líderes políticos más poderosos de Colombia, y marchó en contra de las muertes de quienes buscan con valentía el bienestar de sus comunidades.

La gente de bien en Medellín, son, entre otras cosas, quienes son capaces de enfrentar con ahínco a los ciudadanos que manchan los valores. El asunto es que “los valores” suelen ser esas cosas que ellos creen correctas y “el malo” es todo aquel que piense diferente de ellos. En este caso “ciudadanos de bien” vieron en las marcas de la camiseta de Alan una amenaza en contra de su homogeneidad hermética.

Esa idea de que el que no está con vos es tu enemigo y de que a los enemigos hay que cancelarlos, sacarlos del camino y hasta matarlos, ha hecho mella experiencia tras experiencia, noticia tras noticia, violencia tras violencia y muerte tras muerte. Ese juego de poderes en que los golpes y las amenazas se convierten en la “prenda de garantía” de no ser cuestionado, es parte de la herencia de un conflicto de armas que se extiende a la vida cotidiana traduciéndose en la defensa “a la verraca” de un poder que casi todos quieren exhibir.

Le dijeron que lo iban a “pelar” si no se quitaba la camiseta, que era una porquería por llevarla, que todo eso se lo decía porque “nuestro presidente Duque nos apoya”. Pelar en Medellín es matar a alguien, lo que le estaban sentenciando por pensar distinto era la muerte. Una que otra persona lo insultó, otros se atrevieron a pegarle.

Personas de bien insultando a un niño que se expresa en una marcha en contra de los que aterrorizan, en favor de aterrorizados que casi nunca tienen voz. Personas en quienes se ha normalizado la violencia y la imposición del poder agredieron a un muchacho que con paciencia y valentía recibió con miedo y asombro lo que tenían por darle un par de señores de esos que ejemplifican “los valores” a transferir a las generaciones venideras.

En un mundo de adultos enojados con cualquiera que ose contradecirles Alan representa la voz de una divergencia que no tendría por qué esconderse. Su camiseta representa la voz de todos los que no piensan igual ni al gobierno, ni al sistema, ni a la cultura, ni a los que cuidan el poder con las balas. Esa voz que es tan usual que sea callada a punta de fusil o con accidentes planificados. En Colombia a quienes piensan diferente los pelan, o bien los actores armados del conflicto interno, o bien los sicarios al servicio de quienes lo compran todo con la plata y el poder, o bien los ciudadanos de bien que no están dispuestos a convivir con personas que como Alan, tienen la capacidad de exteriorizar con sinceridad y firmeza, los desacuerdos al respecto de una sociedad doble moralista y con indignación parcializada.

El autor es comunicador social, vive en Medellín-

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