COLOMBIA-
Por Miguel Estupiñan-
Entre el 29 de agosto y el 3 de septiembre, la red Solidaridad Interreligiosa en Zonas de Conflicto en Colombia (SIZOCC) visitó varias comunidades embera eyábida de los municipios antioqueños de Frontino y Dabeiba. Sus integrantes (en su mayoría, católicos, luteranos y presbiterianos) pudieron comprobar que son, al menos, siete las expresiones más graves de las violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario entre dichas comunidades, debido a la presencia del Clan del Golfo (AGC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en territorios ancestrales.
Estos grupos armados al margen de la ley se disputan rutas del narcotráfico y áreas de cultivos de coca en una región denominada “la puerta del Urabá”, relativamente cerca de la frontera con Panamá y conectada, además, con departamentos como Chocó y Córdoba. La guerra que libran se profundizó después de la salida de las FARC, como resultado de la firma del acuerdo de paz en 2016. Pero, a día de hoy, es el Clan del Golfo quien controla la mayor parte de Dabeiba y de Frontino, dos municipios en los que, además, existen millonarias inversiones por parte de empresas transnacionales vinculadas a megaproyectos de infraestructura y de minería a gran escala.
Limitación de la autonomía indígena y reclutamiento
Con una inversión de $1,8 billones, las obras de la Autopista al Mar 2 contrastan con la carencia de vías terciarias, puestos de salud, escuelas y colegios bien dotados y construidos, acueductos, redes eléctricas, puentes, entre otras necesidades apremiantes de las zonas rurales en los que se encuentran los resguardos indígenas de Dabeiba y Frontino. Sin posibilidades para sacar al mercado sus cosechas de plátano o de maíz, cerradas las vías comerciales para vender sus animales de cría, muchos indígenas han resuelto arrendar algunas de sus tierras a colonos interesados en la siembra de coca. Más aún, algunos embera eyábida también se han integrado a dicha economía, sometidos, como están, a diversas formas de dependencia.
Sacar a un enfermo al casco urbano de cualquier municipio, además de excesivamente costoso, supone para muchos hombres y mujeres de la región largas jornadas de viaje entre barrizales. Dichas jornadas pueden durar varios días de camino, con un agravante a manera de serpiente que se muerde la cola: la presencia casi omnipresente de actores armados, principalmente en zonas de cultivos de uso ilícito, pero también en puntos por los que habrá de pasar el embera que regresa exhausto de sus diligencias, si es que ha llegado a tener éxito.
En puestos de control a escasos metros de la vía intermunicipal, por ejemplo, existe el riesgo de ver retenida la remesa, bajo el señalamiento de que se trata de provisiones para el enemigo. “Los indios no comen arroz ni sardinas” resulta razón suficiente para que se les retengan a estos sus alimentos, mediando el racismo. Que el desafortunado de turno sea, además, una persona que no domina el español lo convierte en alguien doblemente sospechoso en el teatro de la guerra.
Sin perspectivas de vida, muchos jóvenes aceptan cualquier billete a cambio de convertirse en informantes. Uno se los encuentra montaña arriba, de manera súbita. Aparecen de la nada, bien vestidos, interrogando al extraño con la mirada, desafiándolo en silencio por cualquier camino. Llevan y traen razones. Señalan. Y se sabe que incluso varios de ellos conviven con sus hermanos embera. Abandonan la chacra, la pesca y la cacería, porque lo suyo es la información. Como lo es vigilar para el capunia o “libre” que observa lo que pasa, acostado en su chinchorro, desde lo alto de un tambo ubicado en cualquier declive estratégico de una loma.
El miedo, entonces, pone de manifiesto que el embera eyábida de muchas comunidades de Dabeiba y Frontino ha perdido la tranquilidad en su propia casa, en su propio territorio. Para palear el hambre, pues, hay quienes dejan entrar al forastero. Pero este trae detrás de sí al actor armado que reclama su parte de ganancia en el negocio ilegal. Y tanto el embera involucrado con la coca como el que está abstraído del juego resultan dominados por el poder del fusil que no tiene que hacerse oír para marcar territorio. Basta pintar AGC en una pared o llegar de imprevisto a cualquier caserío, afirmando la especie de que la ley que rige montaña adentro no es la del indígena sino la del armado, su reglamento de terror. Así es como el embera pierde su autonomía y debe plegarse a una autoridad exógena, para no dejar a sus hijos huérfanos.
Pero obedecer no es ninguna garantía de vida cuando los actores armados siembran explosivos en la tierra para mantener a raya al enemigo.
Minas antipersonales
Cuando Eulalia Bailarín cayó herida en un campo minado, dos personas que corrieron a auxiliarla también detonaron explosivos a su paso. Uno murió y el otro quedó mutilado. No había señal de celular ni conexión a internet a la mano. Alguien tuvo que apurarse a llegar a un caserío desde el cual poder activar la ruta prevista para tragedias de este tipo: hacer una llamada, esperar en la línea, contestar las preguntas de algún funcionario, ser remitido a otro, mientras el teléfono roto hace lo suyo.
El helicóptero de la Gobernación de Antioquia no estaba disponible. Tuvieron que pasar ocho días para que un grupo de soldados aterrizara, por fin, en el área. La propaganda institucional del Ejército dio a entender que era un caso aislado y que el operativo era un hecho patriótico excepcional. Lo cierto es que los accidentes se multiplican sin que lleguen a conocimiento de la opinión pública. Lo excepcional es que se sepa que han ocurrido.
Normalmente se dice que es la guerrilla la que siembra minas. Hasta un hombre del Clan del Golfo habría caído herido alguna vez y los paramilitares habrían obligado a un grupo de indígenas a sacarlo a cuestas, durante horas y horas de viaje. Pero, según algunos embera, cuando lo de Eulalia quedaron dos minas sembradas; los paramilitares las desactivaron mientras vino la tropa y después las volvieron a poner en su lugar. Además, existe el testimonio de alguien en “zona AGC”, quien sostiene que cierto día gente de dicho grupo se tomó una escuela para preparar artefactos de ese estilo. Según eso, no sería el ELN el único responsable de la siembra de minas antipersonales. Grandes masas de emberas se sienten prisioneros en su propio territorio y claman por un desminado humanitario, libre de intereses.
Confinamiento
Por cuenta de la presencia de minas antipersonales, pero también del sin número de puestos de control existentes y los permanentes patrullajes de grupos armados que atemorizan a la población civil, hay comunidades sin forma de transitar por su resguardo (de por sí, ya, una institución segregacionista).
Usualmente, los embera eyábida tienen sus cultivos en zonas apartadas de sus caseríos, para evitar que sus cerdos se coman los productos que siembran. Los sitios de cacería y de pesca también suponen moverse por el territorio, acariciar el lomo de las montañas, las ondas de las quebradas y de los ríos entre las cuales los niños indígenas parecen peces alegres en tiempos de paz. Pero en tiempos de guerra no hay libertad de movimiento y una comunidad confinada sufre muchos males. El hambre y las enfermedades son dos de los más graves. A eso se suman los espectros de la noche. Los miedos que se materializan y los que no. Las luces de luciérnagas potentes que se confunden con linternas de campaña o viceversa. Los sonidos de pasos amenazantes en medio de la oscuridad. El ruido de algún radio transmisor que hiela la piel.
Difícilmente alguien concilia el sueño en esas condiciones. Se dan casos de parálisis faciales por el estrés. El lenguaje del capunia o “blanco” familiarizado con la retórica de la salud mental se choca con las interpretaciones propias que en el mundo espiritual del embera existen para dar razón de oscuros pensamientos. La medicina tradicional que históricamente le ha hecho frente también está sometida a la ley del más fuerte. Se teme que los jaibanás, a pesar de su inmenso poder, también sean perseguidos; y que el pueblo se quede sin recursos naturales o sobrenaturales frente a las fuerzas extrañas que están empujando a algunas personas hacia la muerte.
Asesinatos selectivos
En público se habla poco de la muerte del jaibaná Rafael Domicó, ocurrida en abril de este año. Hay varias versiones sobre lo que le pasó al médico tradicional conocido como “Cultura”. Se dice, por ejemplo, que una madrugada llegó un hombre encapuchado hasta el lugar en el que Domicó se encontraba y que después de dispararle le cayó a machete, dejándolo tendido a la vista de todos. Algunos atribuyen el homicidio a una venganza entre indígenas. Otros plantean que un colono vinculado al negocio de la coca pretendía a una de las hijas del jaibaná y que este no consentía la relación entre el capunia y la menor de edad, supuesta razón detrás del hecho de sangre. Sin embargo, no se descarta que alguien haya demandado a los paramilitares el asesinato.
Son las autoridades las que están obligadas a aclarar lo sucedido, para que el crimen no quede en la impunidad. Pero, monte arriba, en estas zonas de Antioquia pareciera no haber justicia que valga y otros líderes indígenas temen correr la misma suerte de Domicó. Se sabe, incluso, que entre las víctimas de asesinatos selectivos habría al menos un guardia indígena. Su muerte se suma a las de otras personas que primero fueron acusadas de colaborar con bandos opuestos de la contienda. El miedo se respira en el ambiente. No hay garantías para el ejercicio de la organización ni del liderazgo.
Amenazas
La misión humanitaria tuvo que sacar de Frontino a un joven amenazado por actores armados. En la víspera de la llegada de los activistas a la región, las autoridades indígenas de Dabeiba habían debido hacer lo propio, para salvarle la vida a otro muchacho, en iguales condiciones de riesgo. Que las AGC, como rezan los grafitis en veredas y calles, mandan en esta parte de Antioquia es el mensaje detrás del ataque contra la policía de Frontino el pasado 30 de agosto, como consecuencia del cual perdieron la vida un oficial y un patrullero. Que dicho grupo armado ilegal no se viene con escrúpulos lo pone de manifiesto una reciente noticia sobre el asesinato de un subalterno por parte de uno de los jefes, en dicho municipio.
Líderes sociales, cuya identidad debe ser resguardada por cuestiones de seguridad, sostienen que en los tiempos en los que se combatía a la guerrilla de las FARC en estas zonas, se veía bajar de helicópteros de la fuerza pública a paramilitares mezclados con la tropa. Entonces los paras llevaban uniforme. Hoy en día van de civil en muchos lugares, manifestación de que tienen más poder y de que son más impredecibles. Algo que los hace, al mismo tiempo, más peligrosos, porque su presencia se advierte no solamente montaña arriba. Cualquiera puede verlos de paso por los cascos urbanos de los municipios, confundidos entre la muchedumbre.
¿Por qué a escasos kilómetros de los centros poblados, a plena luz del día, no lejos, por ejemplo, de las obras en la vía entre Dabeiba y Mutatá, se encuentran puntos de control paramilitar; hombres imponiendo su ley, a la vista de todos y no pasa nada? La omisión de las autoridades para hacer valer el Estado Social de Derecho en estas áreas las hace objeto de graves señalamientos sobre complicidad.
Mientras tanto, los pobladores de comunidades confinadas se van reduciendo en número. Como a cuenta gotas, primero algunos jóvenes, luego algunas mujeres con sus niños de brazo, luego familias enteras, conforman un éxodo sin certidumbre de porvenir, un desplazamiento forzado entre barrizales minados.
Desplazamiento forzado
Ya se conforman cinturones de miseria en los que se reproducen la prostitución y el consumo de drogas. Las obras de la Autopista al Mar 2 son también escenario de mendicidad. Entre el polvo, vistiendo un sombrero de papá Noel, un niño embera extiende su mano delgada a los conductores, bajo el golpe del sol. Los domingos las cantinas se atestan. Sus mesas coleccionan botellas de cerveza, como señal de prestigio. Llega la lluvia entre las hondas invisibles de equipos de sonido a todo volumen. Frente a los bares en los que fluye el capital transitan indígenas sin medios de vida. Miran el espectáculo con el rabillo del ojo, porque no han sido invitados a la fiesta. Dejaron lo suyo montaña arriba y en los cascos urbanos se apiñan, jugándose la suerte. Sobreviviendo, apenas.
Algo similar ocurrió en tiempos de dictadura militar en Brasil, cuando la construcción de la autopista Transamazónica. En el principio fue la violencia. El desangre de las comunidades. Su malsana integración a las supuestas lógicas de desarrollo. Luego vinieron las obras, pero estas nunca fueron pensadas al servicio de los pobladores originarios de aquellas selvas. Servían, de hecho, solamente a los interesados en el transporte de las riquezas que al indígena se le niegan en su propia tierra.
Publicado en Religión Digital